Este texto es un encargo de la Oficina de Imaginación Cívica, con la
intención de que compartamos algunas reflexiones sobre las vertiginosas
transformaciones vividas en la ciudad durante las últimas décadas. Una
carta que formará parte de la próxima cápsula del tiempo, destinada a
salvaguardar recuerdos y objetos de esta época, que se enterrará en la
ceremonia de inauguración del Ecomuseo de la Ciudad, el próximo 28 de
noviembre de 2060.
Vlade Shevek y Sarah Connor
Somos la generación que vio expandirse y contraerse el mundo urbano.
Quienes conocieron el divorcio con el campo y tuvieron que ruralizar la
ciudad para alimentarse, quienes derrocharon recursos y energía para
terminar aprendiendo a vivir del sol, quienes vieron crecer rascacielos y
urbanizaciones e hicieron habitables sus ruinas, quienes entregaron las
calles al coche y tuvieron que recuperarlas paso a paso, quienes
miraban las luces de neón y volvieron a ver brillar las estrellas.
Queremos aprovechar esta oportunidad para hacer balance y memoria,
estableciendo un diálogo con las próximas generaciones que heredarán
nuestra ciudad. Una forma de ganarnos su complicidad y de que entiendan
cómo disfrutamos y sufrimos, reímos y lloramos, construimos y destruimos
el lugar donde habitan.
Declive metropolitano, éxodo y ecourbanismo de emergencia
La década de los años treinta fue turbulenta, pues se agudizó la
crisis energética, las crisis ambientales eran recurrentes (sequías y
desabastecimientos alimentarios, olas de calor, inundaciones…) y la
recesión económica se volvió crónica en las ciudades debido a la
hiperespecialización productiva. Hoy suena increíble que llegara a haber
metrópolis con decenas de millones de habitantes, cuya vida resultó
imposible sostener con economías basadas en los servicios y el turismo.
Las iniciativas de relocalización de industrias verdes (renovables,
transporte colectivo, electrodomésticos…) y las incipientes políticas
agroecológicas urbanas no pudieron paliar la desconexión de la economía
con la satisfacción de necesidades básicas.
Las condiciones de vida se deterioraron y las ciudades se fueron
despoblando durante sucesivas oleadas. Las élites se mudaron a los
enclaves donde tenían sus refugios, mientras mucha gente se trasladó a
los pueblos a revitalizar el mundo rural, preferentemente hacia el
norte, donde el cambio climático era menos agresivo. Este éxodo urbano
supuso un proceso traumático que puso a prueba la capacidad de
resiliencia de las ciudades.
Quienes escribimos esto optamos por quedarnos y formamos parte del
movimiento municipalista que revolucionó nuestra ciudad. «El paso corto y
la mirada larga» fue el lema que intentó transmitir la voluntad de
hacerse cargo de las cuestiones urgentes a la vez que se abordaban
transformaciones estratégicas. Fruto de las crisis recurrentes existían
unas redes vecinales consolidadas, que fueron capaces de hacerse cargo
progresivamente de muchos problemas cotidianos, cooperando con los
equipamientos de proximidad, impulsando comedores colectivos, clínicas,
espacios de cuidados para la gente mayor y la infancia… En paralelo, el
suelo fue municipalizado y se diseñaron los conocidos Planes
Ecourbanísticos de Emergencia para adaptarse a la nueva realidad
demográfica, climática, energética y económica.
No había forma de sostener en pie el conjunto de la ciudad y muchos
fragmentos fueron desurbanizados. El derecho a la vivienda era sencillo
de garantizar, pero hubo que reagrupar a la población en determinadas
zonas de los barrios, donde se pudiera dar una mixtura de usos
(agricultura de proximidad, empleo y equipamientos colectivos) y fuera
posible vertebrar diversas centralidades urbanas. Surgieron multitud de
cooperativas de vivienda y de iniciativas de Escaleras Vecinales que
permitían colectivizar la satisfacción de muchas necesidades en la
esfera local.
Los equipamientos colectivos asumieron una mayor centralidad, al ser
las únicas infraestructuras que permitían mantener una calidad de vida
urbana mínima y reducir el consumo de recursos y energía. Austeridad
individual y lujo colectivo. Tres ideas clave guiaron ese proceso: el
avance en los mecanismos de cogestión comunitaria; el desarrollo de
dotaciones híbridas capaces de ofrecer multisoluciones, de forma que
junto a su función básica desarrollaran otros servicios sociales y
ambientales; y, por último, su ambientalización para que reflejasen, en
su diseño interior y exterior, una nueva sensibilidad hacia la
naturaleza. De ahí surgieron equipamientos que ahora son usuales en cada
barrio y que articulan parte de nuestra vida colectiva: escuelas-parque
que fomentan la apropiación temprana y el cuidado infantil de las zonas
verdes; biblio-cosa-tecas que son a la vez centros comunitarios de
acceso a un restringido internet y que permiten el préstamo temporal de
objetos de uso puntual (herramientas, utensilios de cocina, material
deportivo...); centros de cuidado intergeneracional, en los que se
combinan actividades de las antiguas escuelas infantiles y centros de
mayores; centros de salud integral en los que se hace ejercicio, se
aprende de nutrición y se trabaja con jardines terapéuticos…
Aparte de los olores y los sonidos, o de las instalaciones de
aerogeneradores y placas solares que vemos hoy a nuestro alrededor, el
paisaje urbano que admiramos se diferencia del que conocimos en cómo la
naturaleza se ha interconectado con la ciudad. Parece mentira que hace
40 años viviésemos en una extensión aparentemente ilimitada de
urbanización con retazos verdes, y que hace 30 se iniciara un intenso
proceso de renaturalización y desurbanización selectiva. Las
demoliciones controladas, el uso puntual de maquinaria pesada y la
movilización de miles de personas organizadas en brigadas fueron
determinantes en los inicios de este proceso hoy consolidado. La campaña
«Hormigas contra el hormigón» permitió ganar muchas zonas verdes; un
tercio de las calles se desasfaltó y se ajardinó siguiendo los
principios de la xerojardinería, de forma que se desartificializaba el
suelo y se combatía la isla de calor; los arroyos se desentubaron y se
cuidaron las aguas subterráneas; algunos grandes parques vivieron
procesos de reasilvestramiento y la biodiversidad urbana aumentó
notablemente… Hubo que limitar la iluminación en la vía pública a
determinados recorridos y espacios, lo que nos hizo vivir más en armonía
con los ciclos naturales y permitió que la fauna diversa encontrara
refugio en los entornos renaturalizados.
Para no olvidar
En estos procesos de desurbanización se desarrolló la costumbre de
hacer cápsulas del tiempo, donde se recogía la historia previa del lugar
(objetos, mapas, fotos, vídeos, breves biografías...). Un ritual
colectivo que ayudaba a pasar el duelo y servía como mecanismo para
conectar el pasado y el futuro del territorio. Una cápsula se enterraba y
otra copia se guardaba, con la idea de agruparlas en un Ecomuseo de la
Ciudad. Algunos fragmentos de la ciudad se abandonaron y se conservaron
para mostrar cómo eran algunos barrios en el pasado, incluidos los
cementerios de coches. El paso de los años hace que se vayan asalvajando
y se conviertan en ruinas de la modernidad que aún conservan la
capacidad de desconcertar a quienes acuden en excursiones o visitas
organizadas.
Hubo un tiempo en que se urbanizaba sin hacer ciudad, nuestro
propósito fue inverso: hacer ciudad desurbanizando. Una forma de
devolver complejidad, vitalidad y convivencialidad. Hoy nos parece
normal que prácticamente no haya coches y que la movilidad se organice
con base en el caminar, en la enorme infraestructura ciclista y en una
red de transporte colectivo (buses y metro) que se ve sometida a cierta
inestabilidad por los vaivenes energéticos.
Aunque hay quien sigue arraigando entre el asfalto, para mucha gente
joven el atractivo de venir a las ciudades es pasar un tiempo limitado
en un espacio diferente: más conflictivo, cosmopolita y abierto a la
diversidad racial o sexual… La magia urbana sigue funcionando, pero su
luz ya no eclipsa al mundo rural, ambos mundos han pasado de darse la
espalda a darse la mano.
Dar de comer a las personas y alimentar las alternativas
La agricultura urbana disfrutó de un gran auge en los espacios
desurbanizados, dado que uno de los principales problemas era asegurar
un abastecimiento suficiente, de calidad y asequible. Quienes veníamos
del movimiento agroecológico ya habíamos visto cómo, poco a poco,
surgían huertos comunitarios, escolares, sociales y de ocio en las
ciudades; parece mentira que recientemente se inaugurara el huerto
comunitario número 1000, aprovechando calles desasfaltadas, parkings y
otras zonas en desuso.
En aquellos tiempos en que los billetes de avión eran más baratos que
los de tren, cuando viajábamos, siempre visitábamos alguna experiencia
de agricultura urbana. Llegamos a escribir textos de ficción y a diseñar
planes donde las estrategias de agricultura urbana eran un elemento
clave en las ciudades, criticamos visiones tecnoentusiastas de granjas
verticales y sistemas automatizados… Lo que no pudimos anticipar es que
algunas personas que en los años 20 eran reticentes a la instalación de
un huerto cerca de sus casas, acabasen años más tarde robando las
cosechas y amenazando a quienes los cuidábamos y manteníamos.
Tuvimos que organizarnos para proteger los huertos durante las crisis
en las que el desabastecimiento se acentuaba. Las redes de autodefensa
feminista y los colectivos juveniles nos echaron una mano en las largas
noches de permanencias rotativas. Según la ciudad fue perdiendo
población, se crearon nodos y corredores productivos que la atravesaban y
se regeneraron los ecosistemas agrarios de proximidad, pero aún había
grupos inadaptados que saqueaban las fincas y las granjas de la
periferia. Afortunadamente hoy en día estas acciones son muy puntuales y
no hay que dedicar mucha energía a proteger los alimentos, aunque sigue
habiendo esporádicos ataques animalistas a las granjas.
Resulta emocionante ver cómo se han multiplicado los espacios de
cultivo, desde las azoteas y terrazas hasta los anillos de frutales y
viñedos que rodean cada barrio… Hemos tenido que desarrollar técnicas
para adaptarnos al cambio climático, recogiendo ideas de otras regiones.
Cultivamos en sombra como en el Palmeral de Elx y aprovechamos hasta la
última gota de las lluvias torrenciales, hemos aprendido de las gavias
canarias, los meskat de Túnez y de otros sistemas de cultivo y
almacenamiento de aguas utilizados en climas semidesérticos; en buena
medida, de personas llegadas como refugiadas climáticas. Plantamos
algunas frutas y hortalizas que antes no se daban bien y hemos tenido
que despedirnos de otras que ya no soportan las inclemencias de nuestro
clima. Hemos ocupado antiguas estaciones de metro para cultivar
champiñones y convertido las depuradoras en complejos de innovación,
reaprovechando los lodos, los residuos orgánicos que superan la
capacidad de gestión barrial y el estiércol de rebaños urbanos. Además
de los cultivos organopónicos importados de La Habana, se está ensayando
en fitoremediación, enmienda y mejora de suelos, control biológico…
Mediante el esfuerzo puesto en educación e investigación, estas
innovaciones van mejorando. Ahora la alimentación es central en el
aprendizaje formal, desde los huertos y las cocinas escolares hasta los
campamentos de verano en granjas y fincas rurales. Entre las actividades
de aprendizaje y servicio que se ofertan en los institutos y la
universidad, el apoyo en las granjas urbanas es de las más demandadas.
La FP en Agroecología urbana va por su vigésima promoción, nuestro hijo
fue uno de los primeros en cursarla y siempre recuerda cómo una parte
del parque histórico más famoso de nuestra ciudad, donde iba a las
barcas con sus abuelos, se convirtió en campo de prácticas y sus
edificios se destinaron a aulas y talleres.
Aquí, al igual que en muchas otras ciudades, contamos con mercados
sociales alimentarios, de gestión pública o cedidos a empresas de la
economía solidaria, que se sitúan en los edificios de los antiguos
mercados municipales, en los que también hay cocinas y comedores
colectivos. Después de afrontar periodos duros, los ayuntamientos
asumieron la alimentación como un servicio público, e instauraron estos
espacios, en los que se pueden adquirir alimentos y comer por poco
dinero o a cambio de trabajo comunitario. Además, ofrecen asesoramiento
nutricional, las anécdotas del cambio de dieta darían para otra
cápsula... En estos comedores colectivos se requiere una inscripción
semanal, para asegurar la rotación y asistencia de las personas que
quieren utilizarlos. Por otra parte, existen supermercados cooperativos
en cada barrio con diversidad de modelos y orientaciones:
agroecológicos, de dieta mediterránea estricta, vegetarianos, de origen
en 50 kilómetros, de origen urbano… También hay comercio privado de
proximidad y comercio de alimentos de lujo, que solo pueden permitirse
unas pocas personas, o se reservan para ocasiones muy especiales.
En nuestra juventud se pusieron de moda las cervezas artesanas y
nuestro barrio contaba con su propia cervecera. Hoy es habitual
encontrar sidra y vino de origen urbano, que llevan el nombre de los
barrios en los que se producen, dependiendo de si en estos hay viñedos,
pomares o campos de cebada. A menudo los gestionan cooperativas locales,
como fórmula empresarial que se ha vuelto hegemónica en todos los
sectores económicos. Todavía se recuerda como un hito cuando se pusieron
en marcha las primeras iniciativas de Industria Sostenida por la
Comunidad, que adaptaban el modelo alimentario a algunas fábricas
locales.
Reterritorializar la alimentación ha supuesto repensar la logística y
el transporte, y crear redes con múltiples nodos locales. En la ciudad
tenemos los espacios barriales de transformación y distribución, que se
comunican con su centro logístico urbano de referencia. A este llegan
los alimentos periurbanos y de zonas rurales, que a su vez se envían
desde centros logísticos comarcales. Las instalaciones que sirven para
el almacenamiento y la organización del transporte en todas estas
escalas (ciudad, comarca, población rural) se combinan con espacios de
transformación, en complejos de simbiosis industrial agroalimentaria
que, dependiendo de su emplazamiento, cuentan con molinos, almazaras,
obradores, envasadoras, centros de reutilización de envases…
Red de redes biorregionales de comercio agroecológico
Los Encuentros Transmediterráneos de Agroecología Urbana, que se
celebran cada 5 años, sirven para intercambiar experiencias, comunicar
los últimos avances en investigación e innovación, y pensar proyectos
conjuntos. La sede de celebración va rotando y es una excusa ideal para
viajar algo más lejos de lo que es habitual en estos tiempos. Es uno de
los eventos más esperados, tanto por quienes vamos a reencontrarnos con
antiguas amistades como por la gente joven que hace su primer viaje
internacional. Aprovechamos para visitar proyectos que nos pillan de
camino y se va sumando gente a la caravana de asistentes (en bicicleta o
en tren). Luego estamos casi un mes en la ciudad que nos acoge, así
tenemos tiempo de calidad para los debates, visitas y colaboraciones.
Precisamente de uno de esos encuentros surgió la red de redes
biorregionales de comercio agroecológico, que articula los intercambios
destinados a completar la disponibilidad de alimentos en las ciudades.
Frente a los elevados precios de la cadena privada de suministro, se
creó esta red que asegura las condiciones ambientales y laborales justas
de producción y distribución, y ha crecido de la mano de otros
proyectos como las rutas de ferrocarril y de ferri gestionadas por
cooperativas. Ha requerido un trabajo intenso para establecer un sistema
de cambio entre las distintas monedas locales.
Ecomuseo de la Ciudad
Las personas construimos las ciudades y luego las ciudades nos
construyen, nos condicionan y moldean. Al rebelarnos contra ellas y
esforzarnos por continuar cambiándolas, terminan cambiándonos en un
proceso sin final.
Nos enseñaron que la ciudad era obra de afamados arquitectos y
alcaldes, que debíamos recordar los grandes nombres y creer en los
relatos oficiales; sin embargo, en nuestra experiencia, aprendimos que
era una creación anónima y colectiva. El Ecomuseo de la Ciudad recoge
ese espíritu. No es tanto un lugar de visita como un espacio donde
cultivarse, una herramienta para establecer relaciones con quienes ya no
estamos y con lugares que ya no existen, pero sin los cuales no se
puede entender donde habitáis.
Nos llena de orgullo compartir estas palabras, alguna más de las que
nos han pedido, con las generaciones futuras que os acercáis a
conocerlo. Somos las raíces y los frutos son vuestros, somos los
cimientos y lo que construyáis será vuestro. Al contemplar la ciudad,
haceos cargo de que lo urbano y lo humano son inseparables. Cuidad la
ciudad, cuidaos.
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